Y qué culpa tengo yo

de haberme acostumbrado a su risa.

Acaso preguntó usted si podía sonreír,

acaso se acercó con un: disculpe,

resulta que tengo una sonrisa encantadora:

¿le importa a usted que yo sonría?

 

Hubiera sido bien distinto:

tal vez entonces yo le hubiese pedido lumbre

para encender mi mejor gesto

y hubiese sonreído con usted

prendiendo cada sonrisa

con la mueca que dejase en su labio la anterior

 

Pero no,

Usted señorita

llegó, maleducada,

sonriendo sin permiso.

Obligándome, un día tras otro,

a su afición sin yo quererlo,

hasta hacer de mi este pobre adicto

que ya no sabe imaginar la vida

sin esa costumbre suya

de sonreír a mi lado.



Del poemario Mitología íntima, 2015