Voy a hacerles una confesión: soy un adicto a la comida chatarra. Por suerte soy un adicto funcional. En general tengo hábitos saludables, como regularmente frutas y verduras y hago ejercicio moderado cuatro veces por semana. Pero, más o menos una vez cada dos meses, busco la ocasión para entrar a un expendio de hamburguesas industrializadas y pedir el combo más grande con refresco y patatas fritas. Mi placer no dura mucho, apenas, media hora. Pero hay algo en esa comida que me hace alcanzar el séptimo cielo: grasa, sal y azúcar.

 

Los tres sabores que más nos gustan ­—y ponzoña del primer mundo— son sinónimos de obesidad, hipertensión y diabetes. Sin embargo, estos tres venenos son los que permitieron al ser humano sobrevivir los 99.900 años anteriores a nuestra era.


¿Porqué nos fascina?

Pareciera una confabulación contra de la felicidad del ser humano. ¿Cómo puede matarnos lo que más nos gusta? La explicación es simple: nuestro cuerpo evolucionó en un ambiente donde estos tres nutrientes eran escasos. Obtenerlos era esencial para la vida por lo que nuestro paladar nos hacía soñar con ellos e invertir grandes esfuerzos en conseguirlos. Sin embargo, hoy día, muchos millones de personas vivimos rodeados de comida todo el tiempo. Peor aún: la comida compite a nuestro alrededor por ser más deliciosa, es decir: más sabrosa, más dulce, más grasa. 

Además, para hacer la comida más apetecible, hemos refinado químicamente grasas, sales y azucares. Así conseguimos intensificar su sabor, obtener mayor rendimiento y hacerlas más baratas y accesibles; pero, les quitamos la mayor parte de sus beneficios y nos quedamos solo con el sabor y los aspectos menos positivos.

 

Veamos uno por uno.

El azúcar no se da libre en la naturaleza. La encontramos en en frutas, miel, cañas y algunos insectos. Cuando comemos una piña o un mango por su sabor dulce, también estamos ingiriendo una enorme cantidad de vitaminas y fibra que son esenciales para nuestro cuerpo. El sabor dulce nos llevó, durante milenios, a buscar higos, piñas, manzanas, néctares, y demás alimentos que hoy día consideramos saludables más que ricos. Por hacer más rico lo rico, refinamos el azúcar y con ella hicimos mermeladas, jarabes, siropes y refrescos mucho más dulces que la fruta, con mucha más aportación calórica y sin la mayor parte de los beneficios de las cosas dulces. No es de extrañar que hoy nos gusten más los refrescos que las naranjas.

Por su parte, la sal de mar y la sal de mina son mucho más que simple cloruro de sodio, dependiendo de donde se extraiga lleva en diferentes proporciones: Cloruro de magnesio, potasio, yodo y manganeso. Todos ellos elementos químicos que ayudan a los cuerpos sanos a mantenerse en equilibrio. 

Por último, las grasas tanto animales como vegetales eran difíciles de conseguir. Las animales sólo se podían obtener en las temporadas de caza se utilizaban para conservar otros alimentos. Eran escasas, preciadas y al consumirlas se consumían además proteínas y sales. En cuanto a las grasas vegetales siempre han sido beneficiosas. Al refinar ambas, intensificamos su sabor y su capacidad calórica; pero, de nuevo, obviamos la mayor parte de sus beneficios.

Regreso a mi oscura confesión mientras voy mojando mis últimas patatas fritas en la dulce salsa del kétchup. Noto la grasilla que deja en mis dedos, veo los granos de sal al fondo del cartucho y llego a la conclusión de que no es esto lo que nos está matando sino el hacerlo cuatro veces por semana en diferentes formatos: el exceso. Por eso me decido a no dejar estos ponzoñosos hábitos, sino a evitar los productos refinados y nunca en más cantidad de la que necesito. Tal vez, mi próxima escapada me aleje de los expendios de cadena y busque un formato de hamburguesa menos industrializado. 

Publicado Originalmente en la revista Istmo