
Hace unos meses llegó a mis manos El libro negro de los colores (Cottin, M., y Faría, R. Ediciones Tecolote, 2008). Al principio me pareció un simple objeto curioso, pero pronto descubrí que era mucho más fácil entenderlo con los ojos cerrados y las yemas de los dedos atentas. Sus páginas son de papel negro mate, con texto en braille para invidentes y en gris plata para los videntes. Sus ilustraciones no son dibujos sino texturas con barniz brillante que sólo podemos ver por la diferencia de brillo en el papel. ¡Es un libro para ser tocado! Después, de manera casi inmediata establecí con este libro una relación íntima, reservada tan sólo a las cosas que se acarician. Irremediablemente llegó a mi cabeza la ceguera.
Desde siempre el ser humano ha primado ciertos sentidos sobre otros. No recuerdo ninguna novena sinfonía olorosa, o una capilla sixtina táctil. La tendencia es siempre enmarcar de oropel el espacio y acotar entre silencios el tiempo, dejando los otros sentidos, más etéreos e inconcretos, a un segundo plano. Por supuesto, no se entendería a la rosa sin su olor, ni a la seda sin su tacto, pero configuramos el mundo principalmente a través de la vista y el oído.