Siempre lo había sospechado: el vientre de la ciudad monstruo es un mar de techitos que se pierde en la inmensidad del horizonte; el pasado domingo tuve la certeza. Permítanme explicarme. El domingo fue uno de esos raros días de la época de lluvias en que el cielo está tan despejado que puede verse todo el valle de México. Desde el amanecer, la mañana prometía cielos azules y radiante sol; por lo que fue irremediable ir al centro y subir alto. Una vez en las alturas uno puede ver como las montañas quedan enmarcadas arriba por el cielo y abajo por una ondulante masa de techitos que parecen perderse más allá de donde alcanza la mirada. Como si uno hubiese dejado por un momento lo terreno.

 

Texto: José A. Pérez-Robleda
Fotos: Erin Lee

Para empezar a disfrutar de ese paraíso, el lugar más obvio era la catedral. Varias veces al día hay un visita guiada a los campanarios. La visita, además de estar llenas de historias y anécdotas de las campanas te premia con vistas al zócalo y con el placer de pasear por los techos de la galería principal de la catedral. El precio son 20 módicos pesos y no olviden llevar propina para el campanero, que hace el recorrido por propia voluntad.

 

Para seguir en las alturas, al salir, nos encaminamos a los bares terrazas que se encuentran a la izquierda de la catedral del otro lado del Palacio Nacional. Son varios. Lugares cómodos, ricos y de precios dispares. Lo mejor de nuevo es la vista, siempre y cuando uno consiga ventana. Tal vez un poco turísticos. Me gustaría repetir un día a primera hora de la mañana antes de que la ciudad monstruo alcance de su clímax.

Asomado al zócalo desde una de esas ventanas descubrí que vista desde arriba esta ciudad adquiere otras dimensiones: el caos se ordena, la gente parece caminar hacía algún lugar, y el ajetreo se convierte en un bullicio de direcciones donde nadie se tropieza, donde todos parecen estar seguros, hasta que de repente alguien, tal vez un niño, se detiene, mira hacia arriba, como buscando otra dimensión, y se tropieza con tu mirada. Cuando eso pasa, sabes que tienes un cómplice buscando las paz de las alturas.

 

Por último fuimos a por un café a la terraza del SEARS de la Alameda. Se trata de una terraza cumplidora. Agradable y un poco pequeña, tal vez tengas que esperar unos minutos para poder pasar; merece la espera. Lo mejor: sus vistas a bellas artes.



Al caer la tarde, fue necesario dejar las alturas y volver a ras del suelo. Pero, nos quedaron muchos lugares por visitar: La torre latino, la terraza del centro cultural España, el monumento a la revolución, la terraza del plaza condesa y un largo etc.

De cualquier forma, nos fuimos pensando en volver y la ciudad monstruo quedó panza arriba, como Tláloc, esperando que la lluvia de la tarde refrescase el proceloso mar de techitos.