Lo bueno de coincidir con amigos en los aeropuertos es que te sacan de tus casillas cuando menos te lo esperas, por ejemplo, justo antes de tomar un vuelo. Esto me pasó con Vicente (a quien le debo a Flusser y un zarandeo intelectual de cuando en cuando). En una sala de espera hablamos, casi discutimos, de cómo las emociones se reflejan en el cuerpo y viceversa. Una vez en el avión, desconectado, me puse a pensar en cuando seamos cyborgs.
Cuando uno piensa en cyborgs, enseguida vienen a la cabeza Robocop o Ghost in the shell. Sin embargo, yo me imagino el futuro bien distinto. Cuando seamos cyborg no seremos más fuertes, ni correremos más rápido, ni nos conectaremos directo del cerebro a internet: habrá robots, completamente sintéticos, que hagan eso por nosotros y, de paso, nos liberen de lo tedioso y lo mecánico; cuando seamos cyborgs los implantes no nos harán más máquina sino más cuerpo. Trascendemos nuestros organismos para comprendernos mejor.
Hasta ahora, sin un tomógrafo o un complejo laboratorio químico, solo la meditación permitía, a cualquier hijo de vecino, conocer la ida y vuelta entre lo emocional y lo corporal, es decir, la relación entre estrés y hormonas, tristeza y metabolismo, enamoramiento y endorfinas, etc.

Sin embargo, muy pronto podríamos tener otras fuentes de información: hoy ya existen laboratorios miniaturizados que nos brindan información de nuestro cuerpo, desde número de pulsaciones a niveles de diabetes o incluso diagnósticos de enfermedades. Si la emociones liberan diferentes cocktails de hormonas en nuestro cuerpo podemos pensar que, muy pronto, unos chips bajo la piel nos avisaran de cómo nos sentimos: unos sensores nos dirán si estamos amando u odiando a una persona y en qué intensidad; un dispositivo digital nos indicará cómo ésta nuestro stress y nos sugerirá unos ejercicios para bajarlo. O bien, una inteligencia artificial aprenderá sobre nosotros y nos dirá qué comer después de una ruptura sentimental o antes de un discurso premiación, para nivelar la adrenalina y la serotonina.
No es tan terrible como suena: a comienzos de siglo, César Moreno, profesor de la facultad de filosofía en la universidad de Sevilla, decía en sus clases que un día la máquinas podrán determinar que estemos enamorados y aún así no podrán decirnos nada del amor.
Así, me imagino que cuando seamos cyborg y nuestros sensores estén programados para detectar nuestras emociones, ni la más sofisticada de las máquinas podrán decirnos qué significa sufrir un duelo o una inmensa alegría. Como mucho, nos invitaran a compartirlo en la red social que esté de moda; pero, será necesario un humano, del otro lado del ping, para empatizar con nosotros.

Y la educación, ¿dónde queda en todo esto? Tradicionalmente se ha dejado las emocionalidad fuera del salón de clase, como si las personas fuéramos robots sin sentimientos. Acutamente, apenas estamos comenzando a entender el papel que juegan las emociones en el proceso de aprendizaje; pero, cuando las emociones estén más presentes que nunca gracias a implantes cibernéticos necesitaremos, incluso más que ahora, saber qué significan, cómo gestionarlas, cuándo compartirlas, etc.
Ya no será posible eludirlas. Nunca, como entonces, habrá sido tan necesario dotar de sentido a las emociones: Nunca, como cuando una serie de leds bajo nuestra piel nos indique que estamos enamorandonos, habrá sido tan necesario haber leído poesía. Nunca, como cuando una suave voz nos permita identificar ese pellizco en el estómago con un sentimiento concreto, habrá sido más necesario leer Crimen y castigo para entender que provoca la culpa; o haber leído a Kant, cuando una notificación nos saque del suspenso sensorial en que entramos al experimentar lo sublime.

Cuando seamos cyborgs habremos trascendido nuestros cuerpos para comprendernos mejor: para sentir más, para emocionarnos más para dar más y mejores significados a las cosas: para crear y empatizar más. Después de todo eso es lo único en lo que las máquinas no podrán sustituirlos.